Cada vez que estoy en la sala de
espera de una clínica, por más esfuerzos que hago para que no sucedan estas
cosas, siempre aparecen personas que
empiezan a contarme su vida.
En algunos ocasiones, muy pocas, las conversaciones son interesantes, y
en otras tantas, me aburro tanto, que hasta cambio de lugar, a veces con
disimulo, otras no.
El pasado lunes, mientras esperaba el médico, dando seguimiento a mi
problema con la rodilla derecha, se sentó una señora, bastante mayor, lucía con
más de 70 años, de modo tal, que mi marido quedó ubicado en el medio de las
dos.
Se dirigió directamente a mí, detallándome su curriculum, su apellido famoso,
en fin, alardeando de cosas de índole profesional, que distaban mucho de su
apariencia física, pero igual, por educación, me vi obligada a prestarle
atención.
Me preguntó que cuántos años yo creía que ella tenía, a lo cual de
manera muy seca, respondí que yo no era buena para esas cosas, ella insistió, pero
yo no caí en su juego.
Parece que en su casa no hay espejo, porque muy orgullosa, al ver que no
dije nada, me dijo que ella tenía 64 años, como ya yo estaba harta, mi
respuesta fue: Yo tengo 68, entonces ella con una actitud de gente que le echan un cubo de agua fría, en una
mirada contemplativa, me dijo: ¡Increíble, usted se ve muy bien!, Hasta ahí llegó
la conversación. Como diría la doctora Polo: ¡Caso cerrado!
Autora: Epifania de la Cruz.
Autora: Epifania de la Cruz.
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