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Era una señora a la cual mi madre le lavaba y planchaba su ropa, hace muchísimos
años, yo era una adolescente y cuando yo estaba de vacaciones, ella me llevaba
a sus trabajos. Eran muchos, por ejemplo: a un sitio, iba en la mañana a lavar,
y en otro, iba cuando salía del primero, a planchar la ropa que había dejado
lavada el día anterior.
Lo usual en ese tiempo era que se
lavara a mano, inclusive, recuerdo que se hervía la ropa, pero María Estela
tenía su lavadora y recuerdo cómo en aquel tiempo, mi madre la manejaba con
mucho cuidado y destreza.
Además de lavandera, la doña tenía otra persona que le cocinaba y le limpiaba
la casa. Como mi madre iba dos veces, recuerdo que todas las semanas había una
chica nueva, porque María Estela tenía un carácter del demonio, era prepotente,
engreída y, además, las trataba como esclavas.
Todo lo descrito de ella no se aplicaba a mi madre, porque como dice el
refrán, “filo con filo no corta”.
Sentía mucho respeto, yo diría que un poco de miedo hacia mi madre y a
mí me trataba como a una princesa.
No sé qué pasó entre ellas, recuerdo que mi madre le dio una “pela de
lengua” y le dejó su trabajo, con la recomendación de que lo hiciera ella.
Tuve el privilegio de ver a esa señora acaudalada, venir a la humilde
casita, en un patio, donde vivíamos, a rogarle a mi madre que volviera y ella,
con toda la sinceridad que le caracterizaba, le dijo:
“Mire doña María Estela, para evitar que haya una desgracia entre nosotras,
búsquese a otra persona que le haga su trabajo, que usted jode mucho, yo no sé
cómo su marido la aguanta”.
No había pasado una semana, para que mi madre tuviera otro trabajo,
porque era la excelencia personificada, en lo que a su trabajo se refería.
Autora: Epifania de la Cruz.
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